lunes, 4 de abril de 2016

INFIERNOS PERSONALES, INFIERNOS COLECTIVOS
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Será como abandonar un vicio,
como ver que emerge de nuevo un rostro muerto en el espejo,
como escuchar un labio cerrado. Descenderemos, mudos, al abismo”
.  (Cesare Pavese)
El abismo sin fondo, el túnel sin tiempo, la muerte psíquica es peor que la misma muerte. De hecho, hay más muertos en vida, que vivos en muerte, porque han entrado en un infierno personal. Cuando los infiernos de muchos individuos se juntan en el mismo espacio y el mismo tiempo, se convierten en infiernos colectivos. La historia de la Humanidad está plagada de ellos.
No es el infierno que nos enseñaron a muchos en el colegio: “el lugar de todos los males sin mezcla de bien alguno”. Un inframundo para toda la eternidad; una eternidad que nos describían de esta forma aterradora: “Imaginad una hormiga dando la vuelta al mundo, a su ritmo, a paso de hormiga. Después de muchísimas vueltas, por desgaste, el mundo se parte en dos. Pues bien, en ese momento, ni siquiera la eternidad ha empezado y, mientras, quemándoos con un fuego que nunca se apaga”. Hace muchos años que dejé de creer en el infierno, pero he estado en él dos veces, he logrado salir y puedo contarlo.
Cualquiera que sea el detonador que nos hace hundirnos, caer al pozo, entrar en el estrecho y oscuro túnel sin salida, pues no se ve el final cuando se entra, siempre produce un olvido de quién se es. Un velo cubre los ojos del corazón, las neuronas empiezan a desconectar, el cuerpo a sentirse enormemente agotado, sin energía. En esa noche oscura del alma, sentimos vergüenza, una enorme vergüenza, de lo que hemos sido, de lo que somos. No hay futuro aparente. Como dice Matt Corby, en su canción “Brother”: “Oculto bajo las sábanas, sin nadie más a quien culpar, Oh, no podrías ayudar ni a tu vecino No podrías decírselo a la cara. Estas jodido por la vergüenza”. (https://www.youtube.com/watch?v=gpFG7DdjTbo)
La primera vez que “el disparo de nieve” me golpeó en el centro del pecho, fue cuando todo aquello por lo que había luchado durante cinco años desde mi semiexilio parisino se me hizo añicos en unos meses. Conocí las negruras del inconsciente personal de quienes me rodeaban: su lucha política contra la dictadura, su lucidez histórica, su deseo de justicia y libertad se estrellaban como frágiles olas ante los arrecifes de su vida privada y sus hábitos cotidianos: rencillas, odios, zancadillas, violencia de género, evasión de impuestos, maltrato a los subordinados… A mis idealistas 31 años le parecía imposible resolver la situación. Huí a México con una mochila como todo equipaje y presupuesto de tres dólares al día para dormir y comer. La distancia geográfica y temporal me salvó de la inanición, de un lento dejarme caer en las sombras de la muerte física. Psíquica y emocionalmente ya estaba muerto. Cinco años después, a mi vuelta, era completamente otra persona.
Pasaron quince años desde entonces; ya me creía curado de espantos y definitivamente vacunado. Pero volví a caer en la depresión. Fue aún más profunda y con efectos somáticos más preocupantes: canas repentinas, caída de pelo por semanas, eczemas, insomnio continuo, taquicardias injustificadas, incapacidad de ir a la tienda de la esquina a comprar ni siquiera el pan… ¿El detonador? Una profunda crisis espiritual, después de tres lustros de búsqueda y prácticas de diversas disciplinas. En ambos casos había perdido la estima de las personas más cercanas y a las que yo había admirado. Y ellas habían perdido la mía.
Ambas situaciones fueron detonadores sociales, pues mi autoestima estaba basada por entonces en la aceptación de los demás. Para otras personas el detonador es una pérdida económica, de trabajo, de seguridad existencial. Para la mayoría, una pérdida de pareja por muerte, abandono, engaño o agotamiento de la relación. No obstante, lo que une a todos estos infiernos, estas depresiones profundas, estas crisis existenciales, es la vergüenza, la pérdida de autoestima, el olvido momentáneo del Ser que somos: el tiempo se alarga, las horas, los días, los meses, a veces los años, parecen inacabables, ya que el tiempo es solo una dimensión de la conciencia y de la energía. Y en todos los casos, la pérdida de energía es brutal; la de la conciencia, casi total.
En esos infiernos, jamás se ve una salida. Es como volver a la metáfora de la hormiga dando la vuelta al mundo. Todo se estrecha, se hace difícil, perdemos el equilibrio. Es como caminar de lado, de cabeza o dando traspiés. Y eso cuando se camina, porque hay quien se refugia bajo las sábanas y el mundo se hace corcho y sus sonidos llegan lejanos; todo lo que ocurre alrededor pierde importancia. Uno sigue centrado en su ombligo, su pérdida, su desgracia, su victimismo, sus dolores, su duelo…, “el pequeño gajo de la desesperación asomando como una uña maligna, el abismo ahí nomás”, en descripción de Leila Guerreiro, queriendo escribir su columna periodística en “El País”. Y resume la historia de  “un escritor que busca desesperadamente el tiempo y el espacio para escribir, mientras vive con una mujer y unos hijos a los que ama, inmerso
en una rutina que lo tranquiliza y que necesita,
pero que a la larga lo aniquila y le impide trabajar”.
Y de nuevo aquí, la desarmadora lucidez de Cesare Pavese: “No se mata uno por amor a una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, revela nuestra desnudez, miseria y desprotección. Nuestra nada”. Ante todo esto, no hay otra salida que la auténtica espiritualidad; una espiritualidad entendida como la capacidad de escuchar lo profundo, nuestra profundidad y la del universo; ese estado de conexión que disipa todos los miedos y suscita esperanzas reales y organizadas.
La poetisa May Sarton nos proporciona las claves más sencillas para la vuelta a una modesta felicidad; esa que se “teje a diario con el silencio… que no es súbita ni gratuita, sino una creación, como el crecimiento de un árbol… La que se teje con la paz de las horas [y que conocen] los esperanzados jardineros del espíritu que saben que sin oscuridad nada nace, de la misma forma que sin luz nada florece“.